Convertirse es recordar que el Señor nos hizo para sí y que todos los anhelos, expectativas y búsquedas de nuestra vida, sólo descansarán, sólo llegarán a su plenitud, cuando volvamos a El.
La conversión es la llamada insistente de Dios a que asumamos, reconozcamos y purifiquemos nuestras debilidades.
La conversión es ponernos en el camino de rectificar los pequeños o grandes errores y defectos de nuestra vida, con la ternura, la humildad y la sinceridad del hijo pródigo.
La conversión es mirar a Jesucristo y contemplar su cuerpo desnudo, sus manos rotas, sus pies atados, su corazón traspasado y sentir la necesidad de responder con amor al Amor que no es amado.
Y así, de este modo, la conversión, siempre obra de la misericordia y de la gracia de Dios y del esfuerzo del hombre, será encuentro gozoso, sanante y transformador con Jesucristo.
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