La noche ya había caído. Sin embargo, un pequeño hacía grandes esfuerzos para no quedarse dormido; el motivo bien valía la pena: estaba esperando a su papá. Los traviesos ojos iban cayendo pesadamente. Cuando se abrió la puerta, el niño se incorporó, como impulsado por un resorte, y soltó la pregunta que lo tenía tan inquieto:
-Papi, ¿cuánto ganas por hora?- dijo con los ojos muy abiertos.
El padre, molesto y cansado, fue tajante en su respuesta:
-Mira hijo, eso ni siquiera tu madre lo sabe; no me molestes y vuelve a dormir, que ya es muy tarde.
-Sí papi. Sólo dime cuánto te pagan por una hora de trabajo- reiteró suplicante el niño.
Tenso, el padre apenas abrió la boca para decir:
-Cuarenta euros.
-Papá, ¿podrías prestarme veinte euros?- preguntó el pequeño.
El padre se enfureció, tomó al pequeño del brazo y con tono brusco le dijo:
-Así es que para eso querías saber cuánto gano, ¿no?. ¡Vete a dormir y no sigas fastidiando, avaricioso egoísta!.
El niño se alejó tímidamente, y el padre, al meditar lo sucedido, comenzó a sentirse culpable: tal vez necesita algo, pensó; y queriendo descargar su conciencia, se asomó a la habitación de su hijo y con voz suave le preguntó:
-¿Duermes, hijo?.
-Dime, papi- respondió entre sueños.
-Aquí tienes el dinero que me pediste.
-Gracias papi- susurró el niño mientras metía su manita debajo de la almohada, de donde sacó unos billetes arrugados-. ¡Ya lo tengo, lo conseguí!- gritó jubiloso-; ¡tengo cuarenta euros!. Ahora, papá, ¿podrías venderme una hora de tu tiempo?.
Regálame la salud de un cuento (J.C. Bermejo)
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